En el prólogo del libro de Ruth de Krivoy: Colapso, la crisis bancaria venezolana de 1994, John G. Heimann afirma que el sistema financiero venezolano se ha caracterizado por altos márgenes de beneficio, protección de la competencia, préstamos a relacionados, compadrazgo capitalista, tratamiento de privilegios, poca visión de futuro y resistencia a encarar responsabilidades. Estas características, sin embargo, no son propiedades inherentes a los sistemas financieros per se ni resultan de categorías económicas a-priori surgidas por generación espontánea de la nada. Parecen, más bien, rasgos humanos, manifestaciones de atributos psicológicos que penetran y moldean las instituciones sociales. Si la falta de visión de futuro se entiende mejor desde el inmediatismo como factor
psicosocial, que como condición del sistema económico, los préstamos a relacionados y el compadrazgo revelan patrones de valoración en los que predomina la adscripción sobre el desempeño, el particularismo sobre el universalismo y la individualidad sobre la comunidad. Si los beneficios excesivos hablan del papel de la codicia en la imbricada red de pasiones que mueven la sociedad, el proteccionismo implica creencias moldeadas por el asistencialismo paternalista y un locus de control externo en la atribución de causalidad.
A pesar de que la autora del libro, presidente del Banco Central de Venezuela entre 1992 y 1994, privilegia el análisis de los aspectos económicos e institucionales y encuentra la explicación más convincente del colapso financiero venezolano en la ausencia de supervisión y la falta de un régimen de regulación efectivo, al exponer las raíces de la crisis reconoce que, a fin de cuentas, “la culpa era imputable a la acción de mucha gente … el problema estaba vinculado a nuestra propia manera de actuar como país” (Krivoy, 2002, p.2). En este sentido, destaca el efecto narcótico de los sucesivos booms petroleros que nos acostumbraron a la abundancia, nos hicieron sentir dueños de un mundo de recursos ilimitados y nos permitieron embarcarnos en gigantescos proyectos artificialmente sobredimensionados que estaban más allá de nuestras verdaderas capacidades. Esa ausencia de límites, sin embargo, ese exceso titánico que infla inmoderadamente nuestras habilidades, tampoco son factores económicos como el ingreso en la determinación de la demanda o la restricción presupuestaria en la función de utilidad. Son, más bien, atributos psicológicos, manifestaciones de un rasgo de personalidad que los griegos de la antigüedad llamaron hybris, una inflación del complejo del yo que excede las proporciones humanas, el vicio terrenal que más ofendía a los dioses y que más rápidamente desataba la furia divina, el pthonos theon (envidia o ira de los dioses). La hubris, sin embargo, es una formación del carácter que penetra y desequilibra los sistemas económicos más variados y con mucha más frecuencia de lo que pensamos. En un artículo sobre las secuelas de la debacle bursátil del sudeste asiático de 1997, el economista Lester Thurow destaca que “por si fuera poco, en Asia se estaba dando una cierta megalomanía que había que controlar. Si las torres Sears de Chicago y el World Trade Center de Nueva York no se pueden autofinanciar, ¿cómo puede permitirse un país relativamente pobre como Malasia los edificios más altos del mundo, las torres Petrona?” (Thurrow, 1997).
La crisis bancaria venezolana de 1994 afectó a unos siete millones de depositantes, en ella quebraron 58 instituciones financieras y su costo fue de aproximadamente 7.300 millones de dólares, es decir, el 11 por ciento del producto interno bruto (PIB) de la nación. Su costo no solo empobreció y atentó contra el bolsillo de toda la población, al haber sido financiado con hiperinflación, sino que su impacto detuvo el desarrollo económico y debilitó la base institucional del país. ¿Por qué ocurren crisis tan devastadoras en medio de ingentes recursos y sofisticados sistemas financieros?, ¿por qué el colapso bancario venezolano no pudo ser evitado a pesar de las reiteradas advertencias de tantos y tan brillantes economistas?, pero, sobre todo, ¿por qué se repiten, una y otra vez, en las más diversas geografías y culturas, crisis similares a pesar de que la acumulación de evidencia histórica nos debería haber enseñado a distinguir el patrón? Explicar y comprender las euforias, manías, pánicos y colapsos financieros es imposible desde una perspectiva exclusivamente económica, sobre todo si suscribimos la hipótesis de los mercados eficientes y asumimos, como el grueso de los economistas, que los mercados son racionales y tienden hacia el equilibrio.
La autonomía y la asombrosa movilidad mercurial del dinero digital, la magnitud y la velocidad de los flujos del capital internacional, la indeterminación, volatilidad e inestabilidad financiera del mundo actual, han puesto sobre el tapete las fallas y limitaciones de muchos de los supuestos y axiomas que hasta hace poco habían dominado el pensamiento económico. La lógica y efectividad de los mercados, el efecto compensatorio de la agregación que, como mecanismo de autorregulación homeostático, busca la nivelación y tiende hacia el equilibrio, distan mucho de ser fuerzas tan reales y evidentes o principios tan útiles como los economistas del pasado imaginaron. Hoy sabemos que los mercados, habitualmente, funcionan, pero, también, que con relativa frecuencia se desajustan, producen anomalías y, de tanto en tanto, colapsan. Los mercados financieros son particularmente inestables y frágiles, están sujetos a crisis regulares y se desnivelan cíclicamente por más que apliquemos las políticas económicas correctas. Y es que hay tendencias atadas a la naturaleza humana que son contrarias a los dictámenes de la teoría económica. La psicología económica es, precisamente, el campo de estudios interdisciplinarios donde confluyen la economía y la psicología, a la vez que la antrolopología, la sociología y la historia, en un esfuerzo común por comprender la manera en que las emociones y pasiones, los hábitos y costumbres, los sesgos heurísticos y los errores cognitivos influyen en los actores económicos y afectan los mercados financieros, la economía y el mundo del dinero en general.
I.- Los inicios.
El sociólogo francés Gabriel Tarde fue, probablemente, el primero que utilizó el término psicología económica en 1881 y quien primero publicó un libro sobre el tema en 1902. Estudioso de la psicología de las multitudes, de la sugestión y de la imitación, Tarde analizó la conducta del consumo y entendió que los estilos de vida y las formas de relación entre los individuos constituían un espacio psicológico que actuaba como fundamento de la economía. Dentro de ésta disciplina, el creador del institucionalismo, Thorstein Veblen, señaló que el consumo y la acumulación material no responden simplemente a la satisfacción de necesidades humanas primarias sino que sirven para establecer la posición social, para la manutención del prestigio y estatus. La publicación de la Teoría de la clase ociosa en 1899 y su análisis del consumo conspicuo en las sociedades afluentes abrió una línea de estudios continuada por distinguidos economistas como James Duesenberry, Tibor Scitovsky o John Kenneth Galbraith, sobre el papel de la imitación, las expectativas y las aspiraciones sociales en la satisfacción o insatisfacción del consumidor.
Fue sin embargo el psicólogo y economista de origen húngaro, George Katona, quien verdaderamente popularizó la psicología económica como un campo de trabajo y estudio específico. Katona observó que el gasto de los consumidores no era una función del ingreso exclusivamente ni que la cantidad demandada aumentaba siempre con la caída de los precios o la tasa de la inversión empresarial era unívocamente una función de la utilidad. Más allá de la condiciones reales de la economía, la tasa de ahorro e inversión depende de las expectativas de los empresarios y consumidores. Los trabajos de Katona desembocaron en la construcción del Index of Consumer Sentiment (ICS) o índice de la confianza de los consumidores que, como detector del clima de optimismo y pesimismo entre los actores económicos, se ha convertido en un poderoso instrumento para predecir los cambios en los ciclos de los negocios. Las expectativas, además, no responden exclusivamente al pasado y a los eventos previos, ni parten, necesariamente, de la misma información, sino que se renuevan constantemente de manera impredecible. Para Katona, hay “dos grandes desarrollos que han contribuido a la necesidad de la psicología económica: primero, el substancial crecimiento y expansión del ingreso discrecional entre familias en las sociedades afluentes, y segundo, un cambio en la composición de los gastos de consumo...” (Katona, 1975, p. 21).
II.- La crítica al principio de racionalidad.
La ciencia económica no es una esfera autónoma del entramado social. Es falso que el aislamiento arbitrario de las variables económicas bajo la aplicación sistemática del supuesto de seteris paribus haya permitido construir un conjunto de modelos coherentes y eficientes, inmunes a la influenza de factores psicológicos, cuyo poder explicativo y resultados prácticos nos sólo hacen innecesaria a la psicología sino que demuestran que acudir a ella rompería con la parsimonia que debe regir toda disciplina científica. La conducta económica, como cualquier otro aspecto de la vida humana, no sólo se cuece en un campo donde confluyen vectores de fuerza de diferentes niveles de complejidad, que van desde los más básicos impulsos biológicos hasta los más elevados significados espirituales, sino que todo el edificio de la economía como ciencia tiene un fundamento psicológico, parte de un modelo de personalidad. Es el modelo del homo oeconomicus, un ser autónomo y racional que tiene claros sus intereses, sus prioridades y sus metas, que clasifica y ordena sus preferencias y que toma las decisiones que mayor bienestar le producen. Es un hombre lógico y calculador que razona y delibera concienzudamente sobre las consecuencias de las diferentes alternativas y los resultados de su acción. Se caracteriza por la claridad de sus propósitos, por la consistencia y coherencia de su comportamiento y por la determinación del impulso que siempre lo lleva a maximizar su utilidad, es decir, a realizar las elecciones que mayor satisfacción le producen a menor costo. Es, además, un hombre egoísta movido por el interés propio.
Nada más alejado de los hombres y mujeres de carne y hueso que a diario ven los psicólogos y psiquiatras en sus consultorios y clínicas que el ser humano postulado por los economistas. El triunfo de la revolución marginalista, el virtuosismo matemático y los grandes avances de la ciencia económica reforzaron la imagen del homo oeconomicus y confirmaron el valor práctico de la teoría de la acción racional para explicar, predecir e intervenir muchos fenómenos económicos. La idea de una personalidad conformada por sectores o estructuras diversas en conflicto continuo, de contenidos y fuerzas irracionales inconscientes en pugna con el yo racional consciente, las nociones de disonancia cognoscitiva, doble vínculo o ambivalencia afectiva, tan comunes en la jerga psicológica, nunca llegaron al laboratorio matemático de los economistas. Para éstos, es posible que dichos conceptos psicológicos tuvieran algo que decir sobre algunos aspectos particulares de la existencia humano pero no tenían ninguna aplicación ni sentido cuando se llevaban al campo de la economía. Era como si los procesos y fenómenos económicos ocurrieran en la distancia, dentro de una burbuja higiénica, como si las personas, al entrar en contacto con las actividades mercantiles, se despojaran de todo el ropaje irracional con que realizan el resto de su actividades.
La recurrencia de las crisis financieras, los errores, distorsiones y anomalías económicas, los altibajos entre períodos inflacionarios y tiempos de recesión, la contradictoria coincidencia de ambos, los largos lapsos de desempleo, el crecimiento y profundización de la pobreza, la volatilidad de los mercados y el ensanchamiento de la desigualdad, los excesos de la codicia, son algunos de los factores que, con el tiempo, impactaron el poderoso buque en que viajaba el principio de racionalidad y abrieron grietas en su línea de flotación. Las prácticas de salvamento obligaron a la introducción de numerosos ajustes y modificaciones en el concepto de racionalidad, muchos de ellos, por la necesidad de redefinir dicho concepto frente al riesgo. Se condicionó la razón a partir de la probabilidad del valor esperado y la probabilidad subjetiva y un cambio de perspectivas facilitó el paso de la racionalidad substantiva a la racionalidad procesal. En lugar de buscar soluciones óptimas, una nueva razón práctica postuló que lo importante y realista era preocupamos por encontrar, tan sólo, soluciones buenas. En este sentido, Herbert A. Simon introdujo con éxito la fértil idea de la satisfacción (satisficing) y demostró que en el mundo real ningún procedimiento es capaz de descubrir la mejor solución, que el análisis costo-beneficio es en sí mismo costoso y que el comportamiento busca soluciones satisfactorias en lugar de soluciones óptimas. Visto de esta manera, la racionalidad sería un proceso deliberativo por el cual las personas evalúan diversas opciones y detienen la búsqueda cuando encuentran una solución suficientemente buena, aunque no la mejor.
Otra de las críticas a la teoría de la acción racional se enfoca en las limitaciones que impone el análisis de las curvas de indiferencia con su fe en la capacidad de los consumidores de ordenar y jerarquizar las utilidades subjetivas de los bienes. Como señala Amartya Sen,
“se asigna un ordenamiento de preferencias a una persona, y cuando es necesario se supone que este ordenamiento refleja sus intereses, representa su bienestar, resume su idea de los que debiera hacerse, y describe sus elecciones y su comportamiento efectivo. ¿Podrá hacer todo eso un ordenamiento de preferencias? Una persona así descrita puede ser racional en el sentido limitado de que no revele inconsistencias en su comportamiento de elección, pero si no puede utilizar estas distinciones entre conceptos muy diferentes, diremos que es un tonto. En efecto, el hombre puramente económico es casi un retrasado mental desde el punto de vista social.” (Sen, 1986, p. 202).
Sen resalta, además, la importancia del compromiso y del altruismo, el fracaso de la racionalidad individualista que no permite alcanzar los resultados deseables de la cooperación mutua. Por razones de tiempo y espacio no podemos extendernos en la extensa discusión sobre el problema de la racionalidad económica y concluiremos la exposición sobre este tema mencionando brevemente los principales aportes de la “teoría de prospecto” de Kahneman y Tversky (2003), la teoría de psicología económica que, sin lugar a dudas, mayor impacto y difusión ha logrado en los últimos años dando cuerpo al inmenso campo de estudios que es hoy las fiananzas comportamentales (behavioral finances).
Desde que en 1738 el matemático suizo David Bernoulli sugirió que la utilidad es un valor subjetivo y una función cóncava del dinero (cuya utilidad marginal disminuye conforme aumenta la riqueza) se suponía que las personas preferían siempre la certeza y le tenían aversión al riesgo. Kahneman y Tversky (2003) demostraron que, cuando se trata de pérdidas, ocurre un efecto reflejo que produce resultados contrarios al de certeza en el caso de las ganancias. Ante la posibilidad de perder, la aversión al riesgo es, entonces, sustituida la búsqueda del mismo. Es decir, en el sentido positivo, el efecto de certeza produce antipatía al peligro, la gente prefiere una ganancia segura más pequeña a una ganancia más grande que sea meramente probable. En el sentido negativo, sin embargo, el mismo efecto lleva a la búsqueda de riesgo ya que las personas prefieren una pérdida más grande que sea meramente probable a una pérdida más pequeña segura. Un principio psicológico hace que la función de valor sea cóncava en caso de ganancias y convexa en el terreno de las pérdidas. Los dispositivos cognoscitivos determinan, además, que los individuos no evalúen alternativas según su influencia en la riqueza total, como supone el modelo de la elección racional, sino que sopesen cada resultado por separado
La teoría de prospectos surge como un modelo descriptivo de la toma de decisiones bajo riesgo y una crítica a la teoría de la utilidad esperada. Los modelos modernos de toma de decisiones que parten de los trabajos de von Neumann y Morgenstern suponen que las decisiones del actor racional obedecen los axiomas de constancia (invarianza), transitividad, substitución y dominancia. Las violaciones a estos axiomas son evidentes y recurrentes. La dependencia del marco produce que al momento de la decisión, la forma en que la información es descrita y presentada afecte el orden de las preferencias. Un mismo problema planteado alternativamente como porcentaje de vidas salvadas o como cantidad de muertos produce resultados contrarios. Las preferencias no son lineales ni absolutas sino estocásticas y ello hace que la transitividad no sea consistente. Los objetos son multifacéticos y las personas reaccionan a ellos usando a veces unas características y a veces otras. Como consecuencia del efecto de aislamiento, y para simplificar el análisis de las diversas alternativas, la personas obvian los componentes comunes de las alternativas y escogen con base en las características que los distinguen, pero como cada opción puede ser desagregada de formas diferentes entre componentes comunes y distintivos, ello produce preferencias inconsistentes.
La teoría de prospectos concibe dos fases en el proceso de toma de decisiones. Una primera fase de edición en la que se codifican, organizan, reformulan y simplifican las opciones. Una segunda fase de evaluación y atribución de pesos a las decisiones en la que se valoran los cambios más que los estados finales. En el proceso de edición y valoración se introducen muchos de los patrones y sesgos cognitivos que producen resultados incompatibles con la teoría de la acción racional y generan anomalías económicas. Las limitaciones cognoscitivas, las reglas y sesgos heurísticos y los determinantes psicofísicos del procesamiento de la información y de la toma de decisiones delimitan la mayor parte del campo de estudios que hoy se conoce como finananzas conductuales, que tanta difusión ha tenido en los mercados de capitales y en las universidades norteamericanas por la utilidad práctica de sus críticas al modelos de la acción racional. Su aporte, sin embargo, surge de un enfoque que, es en si mismo, racional, que aborda experimentalmente, con precisión y rigor matemático, los procesos cognoscitivos pero descuida los tonos afectivos de las representaciones inconscientes y las complicaciones que introduce en la economía el complejo mundo de las pasiones. El estudio de los determinantes estructurales y la psicofísica que limitan la acción racional es sin duda un gran logro. Nos toca ahora profundizar en la retórica emocional y los significados simbólicos con que las personalidades múltiples del inconsciente moldean el hecho económico.
III.- El comportamiento del consumidor.
El consumo puede ser visto como un proceso con diferentes etapas, como el resultado de una serie de actos parciales que van desde la deliberación en torno a la decisión comprar hasta la compra propiamente dicha. El proceso no es simple. Pasa por diversas fases con numerosas bifurcaciones: la percepción de la necesidad o el deseo, las consideraciones sobre el gasto, la escogencia de la mercancía, la variedad y cantidad de alternativas, la decisión de visitar una tienda en un centro comercial o de comprar a distancia a través de un página web de Internet. La trama que unifica ese proceso es un universo psicológico. Sabemos, por ejemplo, que todos los estudiantes universitarios necesitan escribir, pero entre la compra de un lápiz de grafito, una pluma Mont Blanc o un Laptop IBM, hay una gran distancia cuyo recorrido descubre insospechadas complejidades.
El consumo ha tenido un papel importante en la caracterización y construcción del mundo contemporáneo. Con el desarrollo de la sociedad capitalista post-industrial y la sociedad de consumo no sólo ocurrieron cambios substanciales en el sistema económico y en el universo material, sino que la forma misma en que los seres humanos conciben sus identidades individuales y colectivas se vio radicalmente transformada. Con la conversión del consumo en actividad central de la especie, las mercaderías y los productos comerciales desplazaron a los grupos primarios, la familia, la tradición o las convenciones, como principales fuentes de orientación y dirección. Las cosas se convirtieron en indicadores de nuestro estilo de vida, de nuestra posición en el mundo, en brújulas de nuestras acciones y portadores simbólicos de personalidad. El homo sapiens sapiens devenido homo oeconomicus utiliza los objetos como sistema de señales para caracterizar su vida personal y social, como vía de expresión no sólo de su interacción con el ambiente exterior sino de su mundo interior. Las marcas nos acompañan desde la cuna hasta el cementerio. Rotulan las diferentes etapas de nuestra existencia. Los pañales Pampers, el muñeco Dragon Ball, las toallas sanitarias Tess, la tabla de surf Local Alliance, el reloj Tac Heuer, el traje Armani, el Mercedes Benz, la casa de Fruto Vivas, el seguro de hospitalización Liberty Mutual, el antibiótico Bayer, la funeraria Memorial, son marcas del discurrir del tiempo. Paso a paso, el consumidor encuentra y hace uso de nuevos artículos para acotar simbólicamente los distintos estadios de su vida. Como señaló, ya en el siglo XIX, el psicólogo norteamericano William James, fundador del pragmatismo, lo que constituye el yo de las personas es algo sumamente difícil de precisar, “en el sentido más amplio posible, el yo de un hombre es la suma total de cuanto puede llamar suyo, no sólo su cuerpo y su poder psíquico, sino sus ropas y su casa, su mujer y sus hijos, sus ascendientes y amigos, su reputación y sus obras, sus tierras y sus caballos, su yate y su cuenta corriente...” (James, 1916, p. 202). Los objetos son, definitivamente, partes inseparables de nosotros mismos, piezas de nuestro sistema de comunicación, criterios de juicio, señales que suministran información sobre nuestra personalidad y sobre los seres que nos rodean. Revisten los más diversos significados y valencias afectivas.
El vigor del consumo se nos ha hecho tan familiar que pocas veces nos detenemos a reflexionar sobre su impacto y significado. Pensemos, por ejemplo, en los cambios introducidos por los centros comerciales en la cultura pública urbana. Habiéndose originado alrededor de los años treinta en California, los centros comerciales comenzaron a reproducirse aceleradamente hacia finales de los años cincuenta. Ya en la década de los sesenta, se habían convertido en un nuevo tipo de centro urbano privado que refundía en un solo concepto el comercio al detal del minorista sobre la calle pública, la plaza de mercado, el bazar, el gran almacén y el centro de diversiones. La concentración y multiplicación de una cantidad colosal de tiendas y mercancías en un solo espacio claramente demarcado y separado de la vía pública, donde las personas podían satisfacer casi todas sus necesidades de compra, permitió la conformación de una comunidad comercial centralizada, una especie de microcosmos especializado en el consumo, donde un ambiente de festividad y fantasía convertía el acto de comprar en una verdadera experiencia. Envueltos por un espacio donde las mercancías resaltan, las oportunidades de compra se concentran y las tentaciones se reproducen, los consumidores pueden desligarse de su vida profana y establecer una comunicación anónima entre los objetos y sus deseos. Con la atención suspendida por la diversidad de estímulos y la transparencia de las vitrinas y espacios, expuesto a la seducción de infinitas mercaderías visibles, el visitante puede terminar llevándose artículos que nunca antes pensó comprar. La multiplicación de artículos diversos uno al lado de otro no sólo desatan necesidades suplementarias en cadena sino que hacen de la compra una experiencia que estimula aspectos desconocidos de la personalidad..
Los estudios de psicología económica señalan que la actividad del consumo además de satisfacer directamente las necesidades funcionales primarias de los consumidores, además de servir como mediador simbólico de otras motivaciones sociales secundarias, como el prestigio o el estatus social, es, al mismo tiempo, fuente de un tipo de placer particular, un placer derivado del acto mismo de consumir. Es decir, los consumidores no solo encuentran satisfacción en la adquisición material o en la apropiación de los significados sociales que les atribuimos a los objetos adquiridos, sino que disfrutan de la activación y despliegue de la conducta que el proceso de consumo implica, de su particular uso del tiempo, de la actividad propiamente dicha.
El consumo es como el ejercicio o el baile, una acción cuyo placer está contenido en su mismo desenvolvimiento y ejecución. Es una especie de ritual que, independientemente de la utilidad práctica o del valor simbólico de los objetos involucrados, le da al consumidor una especie de satisfacción estética. La popularidad de la expresión norteamericana “ir de shopping”, se debe, probablemente, a su capacidad para describir esa conducta adquisitiva que no está orientada hacia objetos y artículos precisos sino que se ha vuelto genérica, una actividad económica, sí, pero desprovista de motivaciones concretas y recubierta de componentes lúdicos. Como la pulsión exploratoria o el juego, que encuentran en la geografía desconocida o en el parque un campo propicio para su despliegue, los centros comerciales ofrecen al impulso adquisitivo un gran escenario.
Los tipos de interacción entre personas y mercancías varían. En unos casos, los consumidores se identifican con los objetos e internalizan las características de las marcas siguiendo la intención del productor. En otros, los consumidores rechazan la función original y encuentran nuevos usos de los productos en los que los fabricantes jamás habían pensado. Más allá de la orientación primordial de la empresa hacia el mercado o del estudio de las formas en que los productos responden a las necesidades, motivaciones y actitudes de los consumidores, de la identificación de nichos o de la segmentación de mercados, el marketing de hoy entiende el consumo como una experiencia total, como un campo energético donde las propiedades de los objetos se fusionan con las del sujeto. Se trata de entender el impacto emocional de un acto imaginativo donde las personas se cosifican y las cosas adquieren carácter de personalidad. Por ello, la creación de marca y la manera de conectar la marca con la gente se ha convertido en uno de los aspectos más interesantes de la psicología del consumidor. El compromiso y la lealtad de los consumidores hacia un producto o empresa no dependen solamente de la calidad y el costo de las mercancías sino del arte de construir una imagen que se conecte emocionalmente con el consumidor a nivel inconsciente. Se trata de superar la idea del consumo basado en las necesidades para entenderlo como formulación del deseo en el sentido clásico, es decir, el ansia por lo que todavía no está en nuestra presencia.
La psicología del consumo es la especialidad más conocida, difundida y aplicada de la psicología económica. Mientras todavía es difícil encontrar libros de psicología financiera en español, abundan textos y cursos sobre la conducta del consumidor. Ello obedece, en mucho, al entusiasmo de los publicistas y los mercadólogos por una disciplina que prometía hacer mucho más efectivas las técnicas de persuasión. Sin embargo, y tal vez como compensación de la imagen del hombre autónomo y racional que había dominado en la economía, los publicistas imaginaron un consumidor mucho más pasivo y maleable de lo que es en la realidad. El hecho de haber partido de un modelo de hombre gregario y el exceso de confianza en el poder de la publicidad hicieron pensar que, con los conocimientos de psicología adecuados, las empresas podían imponer los patrones de consumo que quisieran. Hoy no sólo se sabe que las recomendaciones y señales de los amigos y vecinos influyen mucho más que la información adquirida a través de los medios publicitarios y que los mecanismos de conformidad grupal son los que mayormente presionan la decisión de comprar, sino que el consumo es un camino de doble vía donde la interacción simbólica entre personas y cosas produce constantemente nuevos significados. La psicología del consumo es, entonces, una especie de semiología económica que busca descifrar el lenguaje cambiante con el que se comunican las personas y las cosas.
IV.- Anomalías económicas y burbujas financieras.
Las manías, las burbujas especulativas, los pánicos y los colapsos financieros son parte de la economía. Durante los excesos especulativos, el nivel de precios no refleja la realidad de la económica ni es la suma de la información existente sino una profecía que se cumple a si misma. Los precios altos se sostienen por el entusiasmo de los inversores en lugar de la estimación racional del valor de los activos. La data histórica indica que, a mediano y largo plazo, los períodos de crecimiento son seguidos por movimientos contrarios y que en los mercados financiero las etapas con una razón precio-utilidad de las accione alta son seguidas de bajos rendimientos. ¿Por qué las personas siguen invirtiendo, entonces, aún en períodos en que la razón precio-utilidad ha llegado o superado los máximos históricos que precedieron los grandes colapsos financieros del pasado? Lo curioso es que no sólo el ciudadano común se equivoca constantemente en la escogencia de las acciones y valores sino que hasta los especialistas y los más expertos corredores y ejecutivos financieros cometen una y otra vez los mismos errores. La identificación de anomalías económicas y el estudio de los determinantes psicológicos que predisponen a esas erratas y equivocaciones ha encontrado gran aceptación y aplicación práctica en el área financiera.
Como resultado de las numerosas investigaciones estimuladas por el creciente interés en la psicología económica durante los últimos años, hoy contamos con un extenso catálogo de anomalías económicas más frecuentes. Uno de los economistas que más ha investigado las desviaciones que los determinantes mentales introducen en la vida económica es Richard Thaler. Franco Modigliani ganó el Premio Nóbel de economía por su teoría del ciclo de vida. La teoría de Modigliani y la hipótesis del ingreso permanente de Milton Friedman constituyen el modelo estándar para analizar el ahorro. El modelo asume que los individuos valoran el consumo de igual manera en cada etapa de la vida y que los saltos y variaciones en el ingreso son suavizados de forma tal que el consumo resulte una porción constante del ingreso permanente. Thaler (1994) señala que ese modelo no sólo le atribuye a la gente un poder de autocontrol poco frecuente sino que olvida que la tasa de descuento del presente supera la tasa de interés, que los patrones de consumo son particularmente volubles y reactivos al ingreso y que la propensión marginal al consumo varía dependiendo del tipo y forma de ingreso. Y es que, de hecho, no toda riqueza o flujo monetario es comparable porque las personas le ponen distintas marcas y contraseñas al dinero y lo distribuyen en diferentes cuentas mentales. El dinero no es un signo vacío. Representa tanto la fuente como la forma en que fue adquirido. Por ello, la propensión marginal al consumo es superior en el caso del ingreso por ganancia fortuita que en el ingreso ordinario. Para Thaler, el efecto del don (endowment effect), la reversión a la media, el sesgo del status quo, el efecto calendario o la maldición del ganador, son sólo algunas de las muchas anomalías económicas que no solo cuestionan la pertinencia del saber económico convencional sino que obligan al análisis psicológico como paso ineludible para la comprensión de la complejidad. La ilusión monetaria, la tendencia a pensar en términos nominales en lugar de valores monetarios reales, es otro de los derivados mentales que debemos tomar en consideración. No sólo afecta la toma de decisiones financieras individuales sino que alcanza a la economía como un todo al intervenir en procesos que van desde decisiones de política pública, como los decretos y leyes de control de precios, hasta el desenvolvimiento de patologías macroeconómicas como la inflación, al limitar la capacidad de la gente para comprender la relación entre la variación general de precios y la tasa de interés.
V.- La psicología del desarrollo económico.
En 1985, el Centro de Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard publicó un libro de Lawrence Harrison titulado El subdesarrollo está en la mente. La publicación causó una gran polémica y levanto la protesta de los economistas. Hoy en día los señalamientos de Harrison parecen obvios: más allá de las instituciones o las ideologías, están los tonos afectivos, las actitudes, creencias y valores de la gente. Las teorías del crecimiento y desarrollo económico han tenido una larga evolución, han pasado por las más diversas fases y han estado influenciadas por todo tipo de ideologías, desde el desencarnado liberalismo hasta el más acérrimo marxismo. La única realidad permanente, sin embargo, es la acentuación de la pobreza en un gran número de naciones. Todas las teorías sobre el desarrollo económico y el subdesarrollo han sido refutadas o superadas de alguna forma. Si el determinismo geográfico cae por si solo cuando precisamos que un país como Rusia, con una economía anquilosada y atrasada, está en las mismas latitudes que Canadá o Europa, y que Argentina está ubicada en una zona templada mientras que Singapur, Hong Kong y Taiwán se encuentran en los trópicos, las teorías de la dependencia y de la explotación colonial flaquean ante el hecho de que ex-colonias japonesas, como Corea del Sur y Taiwán, y ex-colonias inglesas, como Hong Kong, ingresaron en el primer mundo así como los dragones del Asia saltaron la brecha de la pobreza a pesar de que en el pasado reciente eran parte de la periferia explotada por los poderes imperiales del centro.
Durante décadas, y con particular énfasis después de la Segunda Guerra Mundial, se pensó que el desarrollo de las naciones era una variable dependiente del crecimiento económico. El modelo dominante planteaba una secuencia lineal entre subdesarrollo y desarrollo donde el crecimiento y la modernización de la economía llevaban inevitablemente al progreso humano y al bienestar social. Bastaba con lograr el despegue económico para que se iniciara un proceso social que produciría cambios cuantitativos y cualitativos en todas las esferas de la sociedad. Si después de la caída del Muro de Berlín, las reformas liberables que buscaban crear sistemas capitalistas y economías de libre mercado en el resto de los países produjeron cierta euforia y entusiasmo esperanzador, el modelo entró en barrena cuando, a partir de los años sesenta, se comenzó a observar numerosos casos de países subdesarrollados que habían abierto sus economías y alcanzado destacados logros económicos mientras crecía la pobreza y aumentaba la turbulencia social. La inestabilidad económica de muchas naciones del tercer mundo, la profundización de la pobreza, la inequidad, las desigualdades y la proliferación de los conflictos, hicieron perder la fe en los mecanismos de mercado como la mejor alternativa para organizar la sociedad. Pero se había demostrado, también, que el modelo asistencialista y distributivo del Estado benefactor, lejos de ser una alternativa, era una vía expedita para profundizar los problemas de los países y alejarlos todavía más de las metas del desarrollo.
Los repetidos fracasos económicos y la inexplicable reproducción de obstáculos para superar el subdesarrollo obligaron a reconocer la necesidad de explorar el rostro oculto del desarrollo: los factores psico-culturales. Aún los más acérrimos enemigos del determinismo psicológico tuvieron que flexibilizar su posición al constatar que la disonancia entre las instituciones y el substrato mental y cultural de la población hace inoperantes a las sociedades. La cultura subjetiva fija pautas y reglas de prelación para el funcionamiento de las instituciones económicas y sociales. Al mismo tiempo, un flujo de fuerzas de dos vías y los mecanismos de retroalimentación dan paso a un lento proceso de mutua influencia y transformación que con mucha frecuencia se convierte en círculo vicioso. Estamos, entonces, anta una realidad sobredeterminada y compleja donde la cultura aparece como el recipiente dentro del cual interactúan y se influyen mutuamente los diversos factores que conforman el desarrollo humano.
El pionero en la psicología del desarrollo económico fue, fundamentalmente, Max Weber (1958), quien estudió la manera en que una particular espiritualidad religiosa alimentó un tipo de ética de conducta cotidiana que condujo al desarrollo material y al éxito económico. Según, Weber, el protestantismo sancionó y generalizó un código secular de conducta caracterizado por el trabajo duro, la frugalidad y el ahorro, la honestidad, el orden, la seriedad, la preocupación por el tiempo y la productividad, que engranó con un nuevo modo de producción y acumulación de capital. En la misma línea de pensamiento se encuentran los trabajos de David McClelland (1971) para quien la motivación social de logro, contrapuesta a la afiliación y el poder, está significativamente relacionada con el desarrollo económico. Las teoría de McClelland han tenido muy diversos detractores y defensores que han circunscrito uno de los más fructíferos campos de estudio sobre los determinantes mentales de la conducta económica.
Muy cercanos de la psicología económica están los estudios históricos y psicohistóricos sobre el tema. David Landes construyó, a partir de la evidencia histórica, un modelo de la sociedad teóricamente más adecuada para la búsqueda del progreso material y el enriquecimiento de la población. Según Landes dicha sociedad es una que:
1.- “Selecciona las personas para ocupar puestos en virtud de la idoneidad y mérito relativo.
2..- Asciende o degrada en base al desempeño.
3.- Proporciona oportunidades, estimula la iniciativa, la productividad, competencia y la emulación.
4.- Permite que las personas disfruten el fruto de su laboriosidad.
5.- Crea, adapta y domina nuevas técnicas en la frontera tecnológica.
6.- Es capaz de impartir el conocimiento y know-how a los jóvenes a través de la educación.
7.- Promueve la igualdad de género, la no discriminación social sobre la base de criterios irrelevantes (raza, sexo, religión)
8.- Muestra preferencia por la racionalidad científica.
9.- Asegura los derechos de propiedad privada como la mejor opción para estimular el ahorro y la inversión.
10.- Protege los derechos de libertad individual, tanto de los abusos de la tiranía como del desorden privado.
11.- Hace respetar los derechos de los contratos.
12.- Proporciona un gobierno estable regido por normas conocidas públicamente (gobierno de leyes más que de hombres)
13.- Conforma un gobierno honesto: no hay renta para los favores ni las posiciones.
14.- Posee un gobierno moderado, eficiente, que mantiene bajo los impuestos, reduce las pretensiones del gobierno sobre el excedente social y evita el privilegio.
15.- Es una sociedad honesta.
16.- Es una sociedad marcada por la movilidad social.
17.- Valora lo nuevo sobre lo viejo, el cambio frente la seguridad, no es igualitaria pero tiende a una mejor distribución del ingreso.” (Landes,1999, pp. 282-285. Orden y textos modificados).
Como se hace evidente en este modelo teórico de sociedad, producto del análisis histórico, la honestidad, el predominio de la norma sobre el individuo, la orientación hacia el logro y la productividad y, en realidad, todos sus determinantes están ligados a actitudes y valores culturales.
Si la capacidad de producir riqueza ha sido uno de los temas que ha capturado la atención de los intelectuales de Occidente desde los tiempos de Adam Smith, una de las principales preocupaciones políticas de la actualidad se concentra en el otro polo del espectro: la pobreza, sobre todo, la incapacidad de los gobiernos para mitigar el desbordado crecimiento de la misma. Sin descuidar los aspectos evidentes de economía y política, el meollo para la comprensión del fenómeno reside en la psicología social que acompaña tal carencia. De la multitud de investigaciones internacionales sobre el tema se ha podido concluir sobre un mínimo de creencias, valores y motivaciones, que aparecen reiteradamente vinculados a tan grave dolencia social. Entre ellas están (Allen, 1970):
Locus externo de control
Perspectiva más corta del tiempo (orientación a corto plazo).
Falta de disposición para retardar la gratificación.
Baja motivación al logro.
Baja auto-estima (imagen propia negativa)
En Venezuela, uno de los esfuerzos más sistemáticos y completos para la comprensión del problema ha sido el Proyecto Pobreza (2001) de la Universidad Católica Andrés Bello. En dicha investigación se ha obtenido resultados cercanos a los realizados en otras geografías. Dentro del conjunto de ideas y estructuras de valor vinculadas con la pobreza están:
La atribución de causalidad a agentes externos, como el destino o la acción de otros, en lugar de verse a sí mismo como determinante de la propia realidad.
El predomino del particularismo sobre el universalismo, de la difusividad sobre la especificidad, de la orientación hacia sí sobre la orientación hacia la colectividad o de la adscripción sobre el desempeño.
Se observaron, además, un conjunto de creencias que parecieran contrariar los principios dominantes en otras sociedades que han alcanzado niveles de riqueza y de modernización cultural. Distantes de la gratificación por mérito y logros individuales, de la importancia del trabajo en equipo, del sometimiento a normas disciplinarias, o del comportamiento orientado a la eficiencia productiva, en nosotros perviven las creencias de:
“La sociedad venezolana es rica”.
“Todo ciudadano tiene derecho a disfrutar de bienestar social independientemente de sus prestaciones”
“La democracia es un medio para alcanzar fines particulares y no un fin en sí misma en cuanto a forma de resolver conflictos de intereses.”
“El modo de establecer relaciones equitativas es la intervención estatal y no la acción autónoma de los actores de la sociedad civil.”
“El papel del Estado es el asistencialismo paternalista y populista.”
“A los derechos no les corresponde como contraparte obligaciones simétricas.” (de Viana, 2001,85).
En un mismo orden de ideas, el Centro de Investigaciones del Comportamiento de la Universidad Católica Andrés Bello, ha formulado un conjunto factores psicosociales que parecen acompañar el subdesarrollo. Entre los que se encuentran la pasividad o sentimiento de impotencia, el inmediatismo, la viveza, la falta del compromiso social, el hedonismo y el recelo. (Miñarro, 1999). Resultados muy cercanos a los estudios cualitativos llevados a cabo por mi sobre los rasgos psico-sociales que frenan las capacidades humanas generadoras de la dinámica del desarrollo:
El individualismo anárquico.
El reducido espíritu de participación o cooperación por el bien común.
La escasa noción de civismo solidario.
El nominalismo o dominio mágico de la palabra.
La falta de coherencia entre la palabra y la acción.
La picardía y la desconfianza.
La escisión del concepto de propiedad.
El predominio de la audacia. (Capriles, 2003,2004,2005)
Uno de los determinantes de la pobreza es la destrucción de la confianza, de las redes de apoyo y cooperación entre las personas. Esto nos lleva al fructífero concepto de capital social, un término que aborda las conexiones entre los intercambios económicos y el tejido social y cultural. Cuando más allá del axioma del egoísmo hoy la economía del bienestar resalta la importancia de la cooperación humana, no se hace más que apuntar hacia las normas, valores y conductas compartidas por los miembros de una sociedad que les permiten trabajar coordinadamente, es decir, al capital social como conjunto de actitudes y reglas implícitas que promueven la confianza y la cooperación. El concepto parte de las investigaciones de Robert Putman sobre las diferencias de riqueza en Italia, en las que la superioridad del norte obedece al grado de confianza entre la gente, a las normas de comportamiento cívico y al nivel de asociatividad, es decir, al grado en que las comunidades crean redes para la concertación y la sinergia.
Tanto Peyrefitte (1995) como Fukuyama (1996) exploraron ampliamente el rol de la confianza en la riqueza de las naciones. La honestidad, la cooperación y la confianza han sido pautas importantes dentro de los grupos primarios de pertenencia. Hablamos, sin ebargo, de capital social cuando esas virtudes se practican fuera de la familia y de los grupos primarios para convertirse en un universo de valores o normas informales que es compartido por los miembros de la sociedad en un sentido más amplio. Los estudios sobre capital social demuestran que la confianza y las normas informales de reciprocidad y cooperación reducen los costos de transacción y son más efectivos en la producción de riqueza que las jerarquías, la coerción de la autoridad, las constituciones o los sistemas legales.
Hasta no hace mucho, las teorías del desarrollo habían sido un traficado campo de experimentación para las diversas ideas y propuestas fundamentalmente económicas. Una obsesión numérica y cierta fantasía materialista había pretendido convencernos de que los recursos financieros y el cambio de los componentes materiales y externos de la realidad son suficientes para transformar al hombre. Los sistemas económicos, los modelos políticos y jurídicos, sin embargo, no se soportan sobre objetos, sino sobre seres humanos cuyas disposiciones mentales y rasgos de personalidad los hacen propensos, o no, a dichos sistemas. La Psicología Económica marca una pauta para que la acción para el desarrollo humano sostenible se centre directamente en la comprensión y transformación del recurso humano.
Referencias:
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